Ir al contenido principal

Mira, mamá, ¡sin lentes!

Hace poco me operé los ojos para, después de casi dos décadas, dejar de usar lentes.

A los 14, le dije a mi mamá que necesitaba lentes, que no veía bien. Por alguna razón -que hasta ella desconoce a la fecha-, no me creyó. Sería porque mis calificaciones estaban bien, porque no había reportes de que me estampara constantemente contra objetos inanimados, o porque parecía imposible tener una hija imperfecta, de cualquier modo ni ella ni mi papá me hicieron caso. Tal vez fue la economía: no era momento para pedir unos lentes nuevos, ¿saben cuánto cuestan esas cosas?

Mis XV años fueron un poco una tortura. En las fotos, salgo con los ojos entrecerrados, tratando de enfocar debido a la miopía y al astigmatismo. Una de mis tías consideró apropiado decirme "¿Por qué no abriste más los ojos?", cosa que me hizo sentir ridícula y terrible.

A final de cuentas, tuve que ir -acompañada de una vecina anciana que probablemente ya murió- a una de esas brigadas de salud donde reparten lentes gratuitos. Encontré unos que me gustaron mucho: rectangulares, de pasta, marco exterior negro, con interior rojo. Lamentablemente, tuve que cambiarlos al día siguiente porque la graduación que tenían era excesiva, así que me quedé con unos de pasta básicos color negro (tenían poco menos de la graduación que necesitaba). Fueron esos lentes los que me acompañaron en la preparatoria. 

Años después, cambié a unos de metal, con marco dorado; después, a unos con marco plateado, a otros de pasta, con marco rojo y finalmente a otros de metal con marco rojo, estilo que fui variando porque pareció ser el definitivo para mí. 

En casi todo ese tiempo, solo acudía a ópticas a hacerme el examen de la vista; no fue sino hasta hace unos pocos años que empecé a visitar al oftalmólogo y a conocer mi graduación real. Me había estado resistiendo a operarme, más por el gusto de usar los lentes que por el miedo a la cirugía, pero al romperse mi segundo par de lentes de sol graduados -y por el costo que eso implica-, decidí que era el momento. 

Honestamente, no recuerdo que mis padres me hayan comprado alguno de mis lentes, creo que han sido uno de esos lujos que uno se da, las cosas que compras con tus primeros sueldos, los pequeños placeres que ayudan a forjar la vanidad y la identidad. Recordé eso con un sabor agridulce, cuando acompañé a mis papás a adquirir lentes para ellos, porque ya la edad se los requiere (¿por qué no habría de creerles?).

En fin, ahora estoy en recuperación. Dejar mis viejos lentes es cerrar un capítulo importante de mi historia, porque han representado más que un artículo para mejorar la visión: son el recordatorio de que he buscado lo mejor para mí, de que me quiero.

Escribo esto con la mirada aún un poco borrosa -ya saben, ojos secos-, pero con un par de lentes nuevos, ahora exclusivos para uso frente a pantallas. Al quitármelos, veo ahora un rostro más maduro, uno sonriente, es como un reencuentro con alguien que por mucho tiempo me esperaba.

Comentarios