— ¿Por qué no te has suicidado?
Comer es para mí uno de los más grandes placeres de la vida, y sí, también es un acto de amor. Por eso tomo mi tiempo para degustar un platillo y frecuentemente suelo recurrir a las mismas opciones en el menú. Por eso pido mi comfort food en los días pesados o tristes para sentirme mejor (ojo: comfort food no tiene que ser algo excesivamente calórico, en mi caso es una sopita del Super Salads). Y por eso cuando hay aniversario o cumpleaños me gusta tener un festín en casa.
Cuando me hicieron esa pregunta pensé en responder como lo haría mucha gente: por mi familia, mis amigos... Pero haciendo un examen de conciencia, concluí que no me he suicidado en gran parte por la comida. La deliciosa comida. Y es que, desde pequeña, para mí la comida representa un acto de amor.
Creo que todos hemos pasado por lo mismo: ir a la casa de la abuela y comer, comer, comer como si no hubiera un mañana (porque para la abuela, alimentar es un acto de amor). La situación se complica al regresar a casa con los padres y escuchar los comentarios: "si sigues comiendo así, te vas a poner gorda como...". Y estar gorda, era malo. Hasta hace apenas un par de años que me hice más consciente de mi cuerpo, pregunté: ¿y por qué estar gorda es malo?
Durante la preparatoria y la carrera, comí cuanto quise y no pasó nada, pero ya pasados los 25 el cuerpo no perdona. Así que a los 26, con el matrimonio, llegaron los kilos de más. Y pues nada: yo estaba muy contenta, excepto cuando la ropa dejó de quedarme. No era un gran problema, conseguí ropa más grande y listo. Hasta que llegó otro comentario de esos que hacen los familiares porque creen que tienen la obligación de hacerlo: "ay, es que te has descuidado mucho...". ¿Y luego? Claro que me dolió, pero la vida sigue. Y la comida también.
El año pasado, sin embargo, el aumento de peso ya comenzó a molestarme: traía casi 20 kilos encima, antes de la pandemia. Eso no era saludable. Comer ya resultaba en un cansancio y malestar mejor conocido como "mal del puerco". Entonces, a finales de enero, empecé la dieta keto a regañadientes. No es que no quisiera hacer la dieta: es que no quería dejar el pan ni los dulces. El azúcar, pues. Hice berrinche cuando cortamos todo de jalón: adiós frutas, adiós chocolates, adiós pan de barra. Qué fuerte fue para mí darme cuenta de mi adicción a ese polvo blanco que nada tiene que ver con la cocaína. Afortunadamente logré superarlo: encontré sustitutos saludables y recetas deliciosas para engañar a mi adicta interior (y para bajar esos kilos extras).
Comer es para mí uno de los más grandes placeres de la vida, y sí, también es un acto de amor. Por eso tomo mi tiempo para degustar un platillo y frecuentemente suelo recurrir a las mismas opciones en el menú. Por eso pido mi comfort food en los días pesados o tristes para sentirme mejor (ojo: comfort food no tiene que ser algo excesivamente calórico, en mi caso es una sopita del Super Salads). Y por eso cuando hay aniversario o cumpleaños me gusta tener un festín en casa.
Entonces, ¿a qué viene todo esto? A que no es malo comer, lo malo es no nutrirnos. Hay que dejar de lado la satisfacción efímera de la comida chatarra: existen alimentos en el mundo que aportan mucho más a nuestros cuerpos y que saben igual de bien (pero sin el glutamato monosódico, je).
Lo que trato de decir es que la comida no tiene la culpa de la maldad de ciertas personas. Si comemos de más o de menos, siempre será criticado. Después de volver a mi peso ideal, mi mamá me urgió a dejar esa dieta porque no parecía algo saludable. Pero qué creen: sí lo es. Ya fui con nutrióloga y todo. Esa "dieta" es mi estilo de vida, mis nuevos hábitos alimenticios que me hacen sentir muy bien. Sorry, Mom.
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